La excitación de estos nuestros viajeros convirtió la primera noche en poca noche. Así que pronto apareció la Aurora, de rosados dedos.
Tras desayunar lo suficiente para aguantar la jornada, emprendieron la marcha hacia la sede del obispo de Roma. Aunque no era Jueves Santo ni el corpus Christi, parecía que toda la ciudad dirigía sus pasos hacia la plaza de San Pedro; en resumen, el metro estaba abarrotao. Dejaron pasar ,no una, ni dos, sino tres calesas subterráneas, aún así en la cuarta tampoco pudieron entrar todos, se quedó una de las damas a la espera de la siguiente. ¿Quién será?
Una vez dentro y hacinados, el caballero David, de dorados rizos, empezó a sentirse indispuesto, de modo que tuvo que salir acompañado del príncipe barbudo. El resto de aventureros le despedían tras el cristal.
Por fin se reencontraron todos (incluida la dama antes perdida y ahora encontrada): risas, besos, abrazos y un te quiero.
Gracias a la misiva que portaban los representantes de la corte, no tuvieron que aguardar las interminables colas que rodeaban las murallas vaticanas.
Se adentraron en las majestuosas galerías del museo dirigidos por el príncipe que les hablaba a través de un aparatos del futuro que desconocían hasta entonces; lo llamaban "micrófonos y auriculares". Arte sacro y arte profano se fundían entre las paredes del lugar, obnubilados ante la Academia de Rafael y anonadados con la Capilla Sixtina, terminaron el periplo nuevamente sin el caballero David y la princesa rubia que le cuidó en su convalecencia.
Había llegado la hora de conquistar la Plaza de San Pedro y su colosal basílica. Terminado el recorrido entre piedades, baldaquinos y tumbas de papas, los 14 fantásticos, definidos así por Marcos, el poeta de la corte, ascendieron uno a uno los 521 escalones hasta llegar a la cúpula de Miguel Ángel.
Una vez ingeridas las viandas imprescindibles, recorrieron los márgenes del río Tíber bajo los suaves rayos del sol mediterráneo. Así llegaron hasta la Plaza del Popolo donde juglares y trovadores, en torno al obelisco Flaminio, deleitaban al respetable.
Para finalizar el intenso día, un tranquilo paseo por la Villa Borghese, jardín romántico por excelencia. El regreso fue presidido por cánticos que demostraban su felicidad.
En el palacio poco antes de cenar, las damas, caballeros, princesas y príncipe, departieron sobre cuitas amorosas...hasta que el campanario anunció la hora de la cena.
Los comensales engulleron todo, incluida la crema de champiñones que en su Castilla natal nunca habrían probado, a excepción de la dama Peche que anhelaba frutos de la tierra.
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